Hace algunos años, cuando estaba iniciando mi tarea como párroco, nos plantemos el reto de ayudar a un grupo de niños de nuestra comunidad. En Ecuador desde hace algunos años se ha hecho muy fuerte el fenómeno de la migración. Muchos adultos jóvenes deciden abandonar el país para trabajar en Estados Unidos o algún país de Europa. En el mejor de los casos migra uno de los progenitores, porque en el peor migran ambos, dejando a los hijos en manos de los abuelos o de otros parientes. Evidentemente esto tiene un impacto muy negativo en el desarrollo y la educación de los que se conocen como los “hijos de la migración”.
Ante éste problema nos decidimos a actuar. Era necesario darles la atención necesaria, asesorar a los tutores para que pudieran desenvolver la tarea, brindar el apoyo necesario. Como motivación era la correcta, pero los medios no lo fueron. Pensamos que lo primero era identificarlos, hablar con los tutores y poder así saber quienes eran los que necesitaban la ayuda.
Hasta ahí todo parecía bien, pero había algo que nos hacía dudar. Consultamos con un amigo, de profesión Psicólogo, quien nos hizo ver nuestro error. No debíamos etiquetar a los niños, mucho menos estigmatizarlos con la idea de que eran “hijos de migrantes”. Había que ayudarlos sin que se sintieran diferentes, sobre todo no demostrar nunca que sentíamos lástima por su “condición”.
Hoy en día es fácil poner etiquetas a los niños: hijo de divorciados, hijo de madre soltera, hijo de migrantes. Podemos también etiquetar por color, comportamiento, situación nutricional, condición económica, etc. Pero a la hora del catecismo la clasificación no nos resultará eficaz. Cada uno de nuestros niños es un mundo aparte y si vamos a tener un comportamiento específico para cada uno, terminaremos en el manicomio.
Creo que lo mejor es tener en claro uno que otro principio:
- No tener lástima de ninguno: cada niño merece toda la atención, la paciencia, el afecto que podamos darle. Ni más ni menos, porque sea de una manera o de otra, porque su “situación” se diferente a la del otro.
- Ver en cada uno el potencial y trabajarlo: el catequista ha de ser como un escultor, mirando la piedra ver en ella su potencial (no sus carencias) y sacar de ella lo mejor.
- Recordar que más allá de los medios, las técnicas y las teorías, nosotros contamos con el auxilio del Espíritu Santo, porque la obra no es nuestra sino de Dios.
Cada año confirmo que son los catequizandos los que nos enseñan las mejores lecciones. Nosotros somos sólo instrumentos y basta que nos mantengamos en comunión con el Maestro.
Hasta el Cielo.
P. César Piechestein
elcuracatequista
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