Cristo manifestó claramente su voluntad de fundar una
Iglesia (Mateo 16,18) y para ello formó a sus Apóstoles. Cada uno de ellos
consagró su vida a continuar la obra del Señor y es así que la Iglesia se
desarrolló y sigue predicando por todo el mundo. Todos los bautizados somos
parte el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. Nuestro sentido de
pertenencia a ella, es lo que nos hace participar activamente en su misión.
Como bautizados y, más aún, como catequistas hemos de vivir con intensidad ese
aspecto de la vida espiritual de todo cristiano:
«Apertura a la Iglesia, de la cual el
catequista es miembro vivo que contribuye a construirla y por la cual es
enviado. A la Iglesia ha sido encomendada la Palabra para que la conserve
fielmente, profundice en ella con la asistencia del Espíritu Santo y la
proclame a todos los hombres. Esta Iglesia, como Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo, exige del
catequista un sentido profundo de pertenencia y de responsabilidad por ser
miembro vivo y activo de ella; como sacramento universal de salvación, ella le
pide que se empeñe en vivir su misterio y gracia multiforme para enriquecerse
con ellos y llegar a ser signo visible en la comunidad de los hermanos. El
servicio del catequista no es nunca un acto individual o aislado, sino siempre
profundamente eclesial».
Varias veces he insistido afirmando que es a través de
la catequesis que se construye la comunidad parroquial. Cada cristiano, al
pasar por el proceso catequético, es educado en la fe, formado para poder
caminar en la vida cristiana y poder también ser discípulo misionero de Cristo.
Siendo el catequista quien debe acompañar ese proceso, es imprescindible que
tenga un gran amor por la Iglesia, madre y maestra. Esa apertura eclesial tiene
varias características:
«La
apertura a la Iglesia se manifiesta en el amor filial a ella, en la
consagración a su servicio y en la capacidad de sufrir por su causa. Se
manifiesta especialmente en la adhesión y obediencia al Romano Pontífice,
centro de unidad y vínculo de comunión universal, y también al propio Obispo,
padre y guía de la Iglesia particular. El catequista debe participar
responsablemente en las vicisitudes terrenas de la Iglesia peregrina que, por
su misma naturaleza, es misionera y debe compartir con ella, también el anhelo
del encuentro definitivo y beatificante con el Esposo. El sentido eclesial, propio de la
espiritualidad del catequista se expresa, pues, mediante un amor sincero a la
Iglesia, a imitación de Cristo que "amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella" (Ef 5,25). Se trata de un amor activo y
totalizante que llega a ser participación en su misión de salvación hasta dar,
si es necesario, la propia vida por ella».
(Congregación para la Evangelización de los Pueblos, GUIA PARA LOS CATEQUISTAS, 7)
(Congregación para la Evangelización de los Pueblos, GUIA PARA LOS CATEQUISTAS, 7)
Hoy, más que nunca, cuando la Iglesia es al mismo
tiempo, perseguida y difamada, justamente porque aún son muchos los que no
logran comprender su misión y no han conocido a Cristo, la labor del catequista
es más urgente. Sin embargo, si su labor no es expresión de profunda comunión
con Cristo, con su vicario el Papa y con la comunidad eclesial, su predicación
no echará raíces en el corazón de nadie y se quedará sólo en buenas ideas o en
una sana moral. La fe se cultiva en comunidad, en la Iglesia. Así nos lo
enseñaron los Apóstoles y así lo testifican los mártires y todos los santos.
Hasta el Cielo.
P. Cèsar Piechestein
elcuracatequista
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